Escritos
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Poemas, frases, relatos y pensamientos.

Castillo de Arena
A la orilla del mar construí un castillo,
con torres de sueños y puentes de esperanza,
arena fina de ilusiones,
cimientos de proyectos que el viento acariciaba.

Pero el mar, traicionero y lento,
alzó sus olas con dulce veneno,
y besó mis murallas con sal y olvido,
hasta borrar cada muro, cada sendero querido.

Ahora solo queda la huella,
el fantasma de lo que pudo ser,
la sombra de un reino que el agua se llevó,
sin prisa, sin pena, como si nada importara.

Y me quedo aquí, mirando la espuma,
preguntándome si el mar, en su juego cruel,
no me dejó un mensaje en la arena:
que lo efímero también puede ser bello.

Tal vez no era traición,
sino solo el destino recordándome
que los castillos más puros
no se miden por el tiempo,
sino por el amor con que se edifican.

Tulipán solitario.

A veces, el tulipán más solitario es el que conserva el secreto mejor guardado: que la soledad puede ser el abrazo perfecto para florecer con más fuerza.

Un tulipán solitario no espera ser parte del jardín; florece con la elegancia de quien sabe que su belleza es suficiente para llenar el mundo de color.

Naranjo en flor.

Blancas, puras, en abril despiertas,
joyas del aire, dulces y abiertas.
Es vuestro aroma, fino y ardiente,
es primavera fresca en la frente.

¡Oh, flor del naranjo, luz perfumada,
quisiera en versos dar tu alborada!
Que cada verso, cual flor, llevara
tu esencia pura que el alma aclara.

Repartiría, si a mí me cupiera,
vuestro perfume en brisa ligera.
Que cada humano, al pasar, sintiera
la miel callada que abril os diera.

Mas como el cielo no me ha hecho viento,
os canto, flores, con mi lamento:
que vuestro aroma, en verso ardiente,
vuele a los corazones de la gente.

El motero y yo.

El casco huele a sudor y gasolina. Lo dejas caer sobre la cama como quien abandona un cráneo en un altar. Yo te observo desde el umbral —mitad hombre, mitad cicatriz— preguntándome si bajo ese chaleco de cuero rabioso late un corazón o solo un motor mal ajustado.

Tus manos, ásperas de tanto agarrar manillares y nucas ajenas, me desabrochan sin prisa. No somos amantes, somos dos fugitivos compartiendo un alto en el camino: tú huyes de los kilómetros, yo de mi propio reflejo en los espejos retrovisores.

Cuando me tumbas contra el colchón —los resortes quejándose como un gatillo amartillado—, la moto sigue tibia en el garaje. Su escape al rojo vivo es un gemido que nos persigue. Tú muerdes mi hombro, yo araño el dragón tatuado en tu espalda, y por un instante, el mundo se reduce a esto: un depósito de gasolina vacío, dos cuerpos llenándose de mentiras líquidas, y la certeza de que al amanecer solo quedará el olor a llanta quemada en las sábanas.

Te marchas sin mirar atrás. El motor ruge como un animal herido. Yo me quedo en la cama, descifrando el mapa de tus dientes en mi piel, mientras el sol convierte el cuarto en un desierto donde solo crecen sombras y recuerdos de velocidad.

En el parking.

Bajé al vientre de cemento del edificio,
donde la luz fluorescente parpadeaba como un cómplice.
Allí estabas tú: un animal de sombra y pulsos,
con los ojos hambrientos de todo lo que no nombramos.

No hubo preguntas,
solo la geometría urgente de nuestros cuerpos,
el mapa de tus manos en mi espalda,
mi boca bebiendo tu aliento como un vino ácido,
tu sudor saliéndome por los poros,
tu esencia incrustándose en mis costillas.

Y cuando terminamos,
el parking guardó nuestro secreto:
un charco brillante en el suelo,
donde la luz se acurrucaba como un gato satisfecho
y el cemento, frío, siempre frío,
por fin tuvo algo caliente que recordar.

Llenar el Vacío.
Tus manos jóvenes me sostienen
como a un vaso viejo
que aún puede contener algo.
Me llenas de ti,
y por un instante,
soy joven en tu calor,
fuerte en tu fuerza,
deseado en tu simulacro de deseo.
Pero cuando tu ritmo acelera,
cuando tu cuerpo me inunda,
siento cómo tu placer
me recuerda mi pobreza,
esta felicidad es prestada,
este abrazo tiene hora de salida,
este gemido tiene precio fijado.
Me posees como el mar
posee la orilla,
sólo por un rato,
sólo hasta que la marea
decida retirarse.
Y yo, playa exhausta,
quedo marcado por tu paso,
pero más vacío que antes,
porque ahora sé exactamente
lo que ya no tendré
cuando la puerta se cierre
tras tu espalda sudorosa.
El sudor y la tristeza
son líquidos parecidos,
ambos se enfrían rápido
y manchan por igual
las sábanas baratas
de este cuarto de hotel
donde el tiempo
nos cobra a los dos,
a ti en billetes,
a mí en pedazos de alma.
Te vas como el alivio
que llega después del llanto:
rápido, inevitable,
dejándome más ligero
y más pobre.
La puerta hace clic.
El silencio vuelve.
Y yo, viejo tonto,
me llevo la mano al vientre
como si pudiera retener
algo de tu juventud
allí donde más arde
tu ausencia recién vertida.

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